Marcelo Ruiz, el sanjuanino que recorre el sendero del samurái

En el altar del salón reposan las espadas. Tienen sus filos hacia arriba y están envainadas. Están en paz. Lo que antes era un arma para quitar vidas, ahora es un instrumento para calmar el espíritu y transitar la vida en paz. Junto a ellas, nueve figuras pequeñas de animales se paran ante la clase. Son los guardianes del Dojo y representan cada año que el Dojo ha estado abierto. Sobre el mismo muro reposa un cuadro: un anciano japonés de larga barba y aire solemne vigila la clase. Se trata de Morihei…

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