Si páginas llenas de palabras se convierten en lingotes de oro, puede que escondan una alquimia secreta, la voz susurrante de un mago, la descripción única de lugares de la infancia y el dolor de un destierro. Y si alguien es capaz de atrapar esa fórmula en un frasco de tinta, las plumas que allí recalen quedarán cargadas con el poder de la escritura fantástica, que todo lo puede, incluso lo desopilante.
En 1996, después que Antonio Tabucchi y antes que José Saramago, el escritor Osvaldo Soriano recibió un premio que brillaba por su propio peso: tres kilos de oro puro, resplandecientes como las máscaras de un faraón, costosos como la corona de un rey, macizos como los tablones de un estadio en Boedo.
El galardón le fue dado en Italia, en un pueblo rodeado de montañas y osos marrones, Scanno, que tenía entonces menos de 2.000 habitantes.
Allí fue Soriano, citado por una familia de nobles en un castillo acondicionado con candelabros, mayordomos y alfombras rojas, como se suelen adornar las mansiones de los condes a los que les sobra el oro, el tiempo y las noches.
El escritor había preparado un discurso de agradecimiento, largo como un cuento, porque la situación le parecía muy curiosa, incluso pensaba que podía darle material para futuros textos sobre condes que viven entre cubiertos de plata, pinturas originales y mayordomos.
Pero algo iba a interponerse. Ese discurso nunca iba a ser pronunciado.
Los invitados estaban de punta en blanco, como gatos siameses cepillados por señoras enguantadas. Soriano amaba los gatos, porque lo acompañaban en la trasnoche, se le aparecían en momentos de incertidumbre creativa y lo ayudaban a desanudar enigmas.
Los gatos aullaron junto a Soriano en el exilio europeo, durante la dictadura, y viajaron con él de regreso a Buenos Aires para respirar el retorno democrático. Así, cuando se afincó en una casa de dos plantas de La Boca, los gatos fueron los condes de ese barrio, noctámbulos, celosos, hábiles para detectar cariño o recelo de los pocos que accedían a ese lugar. “Gracias a mi curiosidad por sus felinos, Soriano me hizo pasar y me dio un reportaje. Si no, te atendía en un bar”, recuerda Analía Roffo, entrevistadora de grandes autores.
Una mención a los gatos iba a estar presente en el discurso de Soriano en el castillo, aunque el conde que encabezaba la ceremonia estaba pendiente de algo que pasaba en otro lugar. ¿Temor a una emboscada? ¿Sigilo por el traslado del oro? ¿Se había llenado de pobres el recibidor, como en la canción de Joan Manuel Serrat?
Nada de eso, según una reconstrucción a lo Philip Marlowe, pasó algo más mundano, más propio del Gordo y el Flaco que de un plan sofisticado.
Lo cierto es que el talentoso escritor nómade, nacido en Mar del Plata y nutrido en latitudes lejanas de Tandil, Cipolletti, Bélgica y París, ahora estaba en Scanno, parado frente a un conde y su séquito, con palabras listas para pronunciar y una incertidumbre que se profundizaba ante el avance inexorable de las agujas del reloj. ¿Qué sucedería a la hora señalada?
El 29 de enero se cumplen 20 años de la muerte de Osvaldo Soriano, autor de grandes novelas como «No habrá más penas ni olvido» y «Cuarteles de invierno».
Era la XXIV edición del certamen, que fomentaba a distintas expresiones de la cultura. Había medallas, diplomas y champán para los distinguidos, pero los tres kilos de oro eran sólo para el escritor, por su obra Cuentos de los años felices, que en la edición italiana de Einaudi se tituló Pensare con i piedi (Pensar con los pies).
Un locutor engolado, que se había tomado el trabajo de leer las obras completas de Soriano, leyó los fundamentos de la premiación: “Se distingue al señor Soriano por la intensidad narrativa de sus cuentos ambientados en la Patagonia y en el norte argentino. El escritor transporta al lector a la atmósfera lejana de las décadas de los 50 y de los 60, vistos a través de los ojos de un niño que luego crece hasta convertirse en un adolescente. Soriano hace partícipe al lector de los grandes entusiasmos y pasiones juveniles de los tiempos de Perón”.
Mientras miraba los lingotes, los ojos de Soriano viajaron a los tiempos diáfamos de la pobreza y del exilio. Recordó sus tiempos de sereno en una metalúrgica, de recolector de peras y manzanas en los valles de Río Negro, de jugador de truco por plata, de visitante de comedores de las iglesias de Bélgica. Se le vinieron a la mente las charlas de madrugada con el actor Alberto Olmedo sobre lo efímero de la gloria y lo permanente de la amistad. Y la generosidad de su amigo Osvaldo Bayer, que un día le mandó un giro desde Alemania de “1.527 dólares, con 80 centavos”, con una cartita que decía: “Querido Osvaldo, acabo de cobrar un trabajo, te mando la mitad”.
En el currículum de Soriano también cabía la fantasía. Un día afirmó haber trabajado como contador de patos y cisnes en los lagos de Bruselas, aunque probablemente haya sido una forma de evocar al Jorge Luis Borges inspector de aves y conejos durante el peronismo.
La irrupción de un cuarteto de cuerdas devolvió la atención de Soriano al castillo de los señores feudales. Y allí estaba el conde, nariz entonada, vista en el agasajado y reojo en el reloj: –Profesore, ¿le molesta? –preguntó el anfitrión.
–Para nada –le contestó el popular autor argentino.
Y fue entonces cuando el conde se clavó el octavo vaso de un whisky que estuvo 24 años esperando el momento de zambullirse en cualquier abismo.
Cuando encendieron las cámaras de la RAI, la televisión pública italiana, que empezaba a transmitir en vivo el acontecimiento, Soriano se tocó el bolsillo y constató que el discurso seguía allí, listo para deslumbrar, a punto de morir.
Con disimulo, el locutor engolado le habló a Soriano al oído: “Disculpe, profesore, le vamos a dar el premio en unos minutos, pero el acto será muy breve, porque en un rato juega nuestra Selección y el conde no se quiere perder el partido”. Y así fue, porque no hubo tiempo para el discurso de agradecimiento: la pelota empezaba a rodar.
Y fue entonces el día en que el fútbol, siempre embellecido por las palabras de Soriano, dejó esta vez al escritor apasionado completamente mudo.
–¿Y qué hizo con el oro? –le preguntó un periodista del suplemento Radar.
–Lo que corresponde en estos casos: lo enterré en una isla. ¿Qué cazzo iba a hacer? –contestó.
Y ahí quedó atrapada la leyenda, entre la fantasía de su protagonista, arenas tropicales, palmeras y papagayos. Sólo un gato podría alguna vez rastrearla.
Por Pablo Calvo – Clarín