Han visto las postales. Y probablemente leyeron los titulares. Río de Janeiro es una maravilla y un caos el mismo tiempo.
Cuando albergue los primeros Juegos Olímpicos de América del Sur, que comienzan el 5 de agosto, los visitantes verán una ciudad cuya deslumbrante topografía -verdes montañas que dominan kilómetros de playas- compite solo con el drama de la vida diaria en el lugar.
Pese a las pandillas de narcotraficantes, crímenes violentos, enorme desigualdad y mucha polución, el esplendor natural de Río hace que hasta los locales bromeen que no importa cuánto traten, de alguna manera nunca logran arruinar la ciudad.
Desde lo alto, sobre el Pan de Azúcar o la jungla en el exuberante parque Tijuca, los marcados contrastes toman forma entre las concurridas calles de la ciudad y la selva con sus monos, tucanes y boas. Desde abajo, las diferencias demográficas son igual de notorias.
Exclusivos bloques de apartamentos y opulentas mansiones colindan con favelas y zonas urbanas deprimidas. Elegantes restaurantes y lujosos centros comerciales están repletos de clientes pese a vivir en medio de una recesión que ha dejado a hospitales y escuelas cercanos tan cortos de financiamiento que a veces han tenido que cerrar.
Por supuesto, los visitantes olímpicos tal vez no vean mucho más de Río que el espectáculo de los Juegos. Y la ciudad, una extendida metrópolis de más de 12 millones de personas, tampoco puede apreciarse de una sola vez. Pero para quien esté dispuesto a hacer el esfuerzo, Río es obligatorio de ver.