Afincados en Moscú, con el Lechuza nos fuimos a ver el partido de Argentina con Nigeria al Fan Fest. Al entrar, la primera postal incomoda: cientos de banderas, camisetas y gorros amarillos con ribetes verdes presagian una jornada tensa. Los brasileros, que llegaron de a miles a Moscú por el partido que tienen acá contra Serbia, coparon el Fan Fest y no hacen otra cosa que cantar contra Argentina. Al ritmo de la musiquita de La Casa de Papel, entonan hasta el hartazgo esa supuesta despedida a los jugadores argentinos. Nos acomodamos con el Lechuza a unos 40 metros de la pantalla principal, y esperamos que arranque este bendito partido, rogando a todos los dioses que no sea el último de Argentina en este mundial. No delante de tantos brasileros.
El dominio claro al inicio del partido, ilusiona. Pero hasta el golazo de Messi, no estábamos para nada tranquilos. Ni nosotros, ni los otros argentinos que gritaban presente. Pero daba confianza ver que el puñado de hinchas nigerianos que se encontraba, tampoco lo estaba. Los brasileros, igual, seguían rompiendo las pelotas. Por suerte el primer gol llegó temprano. Y cuando lo hizo, me di cuenta que había más argentinos que los que había pensado. Extrañamente, también son muchos los rusos que gritaron el gol. Los brasileros, ni mu. A medida que pasaba el partido, y nos hacíamos más dominadores, los argentinos se animaban y empezaban a hacer más quilombo. Y los brasileros se aplacaban. Hasta que llegó el empate.
El gol de Nigeria fue gritado por el puñado de nigerianos, por supuesto. También por los mexicanos, y los pocos alemanes que estaban. Pero para los brasileros, fue el disparador para un festejo similar al que debe haber generado el gol de Carlos Alberto contra los italianos en el ’70. La diferencia, era que ahora los tenía a todos alrededor mío, cantando y gritando una, diez, cien veces más el ritmo de La Casa de Papel. Con el Lechuza ni nos mirábamos. Estábamos enfermos de bronca, y la hostilidad verdeamarelha iba en aumento. Cuando nos salvamos del 1-2, por la tapada de Armani, los negros se sentían en la gloria. Nos saltaban al lado. Gritaban. Nos salpicaban con cerveza que saltaba desde sus vasos, imposibilitada de acompañar el ritmo de sus sacudidas. A todo esto, los rusos, tímidamente contagiados por el clima festivo, se les iban sumando. Cuando faltaban menos de diez minutos para que termine el partido, había un jolgorio generalizado, al que sólo faltábamos sumarnos los argentinos. Pero llegó el gol de Rojo. Y con él, el silencio de los brasileros. Y el estruendo de los argentinos. Y el grito con desahogo, los brazos en alto, las venas hinchadas del cuello, los ojos inyectados en lágrimas, la garganta exigida, lanzando con bronca ese interminable grito de gol en la cara de los paralizados brasileros. La agonía duró 10 minutos más, pero la alegría final, de haber visto a los brasileros irse cabizbajos, masticando bronca, soportando el canto y el gaste de los argentinos, durará por siempre.